Regresé porque creí recoger mis recuerdos más sensibles de
mi vida.
Volvía a ver las calles arenosas de mi pueblo, después de
tantos años lejos en la soledad.
Vi un sol canicular en el medio día que irradiaba en los
almendros polvorientos en verano.
Vi los niños jugando en la calle que me sacudían las
evocaciones más profundas de mi infancia.
Hasta que divisé el viejo portón, ese cuadro hermoso que me
vio nacer, crecer y volver.
Ahí paré y lloré agarrando las maderas del portón
desgastadas por el tiempo.
No sé si lloré de tristeza o de felicidad, pero estaba ahí
donde soñé.
Las violetas de mamá estaban iguales, en su color a su
máximo esplendor.
Por eso sentí mi corazón latir fuertemente ante ese cuadro
esperanzador.
He vuelto, estoy acá, otra vez con ellos, los míos. Cuánto
ansié este momento.
Sentí esos olores a
mi niñez y voces en mi mente como si hubiera regresado del pasado.
El mismo canto de las mirlas en lo alto del viejo ciruelo. El olor a estufa de leña, al horno de barro.
La palma seca del tejado estaba ahí.
He vuelto y aquí estoy y me voy a quedar.
Pero mi perro no me ladró alegremente como antes, me reconocía
el sabueso en la distancia.
Mi perro no llegó a mí; recuerdo verlo mover su cola cuando
llegaba.
El silencio era aterrador. Algo me decía que no habría
felicidad sino tristeza y sentí miedo.
Sentí miedo de entrar, después de tantos años otra vez mi hogar,
mi feliz infancia allí palpada.
Grité llamando varias veces y nadie contestó.
Abrí el portón y pasé; caminé despacio hacia adentro por lo
que fue el jardín de mamá:
No estaban sus rosas, sus claveles, sus azucenas, ni las
canastas de helechos.
Llegué al cuarto que había sido mío desde la niñez y estaba
vacío.
Caminé lento sangrando en mis recuerdos más sublimes.
A lo lejos vi el retrato desvencijado de mis abuelos, como mirándome
con reproche.
Esperaba a mamá con los brazos abiertos; más aún, a papá,
ese que un día se fue y nunca volvió.
Mi padre: ese campesino bueno con botas de caucho, un
uniforme camuflado y un tiro en la sien:
Dizque por
guerrillero apareció muy lejos y por eso lejos me fui.
La calidez de mamá no llega a mí y ahora me cuesta respirar
con mi sollozo latente.
Mis hermanos… dónde estarán?
Esperaba a todos abrazarme, pero nadie llegó a mí. El
silencio persistió y era total.
Puse mis valijas en una mesa y miré las láminas de zinc
corroídas por el tiempo
Las telarañas en las claraboyas de la sala y más allá los
muebles desvencijados de mamá.
He regresado, solo para saborear siquiera un poco de
felicidad como ayer.
Vi un farol tiznado de alguna navidad juntos que reconocí sobre
un muro de la negra cocina.
El eterno limonar lánguido estaba a fondo del patio y el
cafetal seco que me vio crecer.
He regresado para rehacer mi vida después de tantos años de soledad,
rejas y encierro.
He regresado después del crujir de cadenas y candados.
He regresado después de añorar la libertad y la vida al sol como la cigarra. Hoy creo
que he muerto varias veces en medio de la tortura y la desesperanza.
He regresado en la desgracia de creer que la lucha por los
demás era grata y bien pagada.
He regresado para sentir a mamá y contarle todo mi dolor en ese largo encierro, llorar en
su pecho arrepentido, pero ella no estaba.
El silencio era diciente y me humillaba.
Abrí una puerta y un anciano moribundo desconocido me
reprochó mi presencia.
Acostado en un catre nauseabundo y sucio en la oscuridad del
pequeño cuarto, me dijo:
unos murieron y otros se fueron y esto ya no es suyo, váyase.
No me diga que no sabe del pasado de este infeliz pueblo.
Quise quedarme un poco más pero ya nada estaba igual.
El nudo en la garganta me retorcía el alma.
Vi en la esquina del pasadizo la máquina de coser de mamá y a
ella mirando lejos.
Váyase me dijo el
viejo, ni sus recuerdos de este mugroso rancho ahora pertenecen a usted.
Búsquelos porque en este pueblo infausto ya no están, la
violencia se los tragó.
Me di la vuelta y tomé mis valijas llorando hasta salir por
el viejo portón.
Miré otra vez hacia adentro como si viera a mamá limpiando
el arroz en su taburete;
o con su mirada lejos hacia afuera desde arriba de su máquina
de coser.
Vi la cocina ahumada por el rigor del tiempo y como espejismo a papá con su machete al cinto.
El pilón, las viejas ollas tiznadas y la estufa de concreto
los vi por la ranura de la puerta.
Ya no están. Ya no existen sino en mi memoria. Miro al cielo
cierro el portón y me marché.
Nunca más volveré. La violencia y la guerra acabaron hasta con
mis recuerdos.
Oí por ahí: ''que viva la patria'' y con el camino pedregoso sigo adelante.
No volví a mirar atrás, al rancho donde crecí. ¿Cuál patria? Digo yo.

Que belleza Don Arturo, me hizo llorar. Lo he leído varias veces.
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